*verano de 1995* |
Y allí, ante aquel mar cantábrico tranquilo e inusual me mimeticé con él. Me di cuenta de que mis estudios y mi pasión podían aliarse para trabajar en un mundo al que me había acercado tímidamente hacía unos años, como simple aficionada, acudiendo a catas de vino dirigidas. En aquellas jornadas escuchaba atentamente y anotaba todas las descripciones de colores, aromas, sabores e informaciones que daba el enólogo sin saber conscientemente que estaba dejando en mí una profunda huella, mientras pensaba “¡Qué barbaridad, cuánta creatividad!"
Así
que un día, ya de regreso a casa después del verano comencé a escribir a numerosas
bodegas para enviar mi curriculum explicando que había estudiado en el
extranjero, que hablaba idiomas con fluidez, que ostentaba títulos de
marketing, comercio exterior, un MBA y hasta alguno de cata de vinos. Mis
cartas de presentación rebosaban pasión, entusiasmo, juventud y algo de experiencia profesional: una combinación
espléndida para salir al extranjero a vender vino español y por aquellos años inusual
en una chica joven como era yo.
No pasó mucho tiempo cuando comencé a recibir algunas ofertas para hacer entrevistas en persona o telefónicas desde la oficina de mi padre, donde tenía un pequeño despacho que me servía de lugar de estudio y trabajo mientras encauzaba, de nuevo, mi vida profesional en aquellos duros años 90 de crisis económica. En este pequeño “despacho” había estudiado la carrera de marketing en los años 80, tras regresar de cursar el Senior Year en Estados Unidos, y ahora me servía de lugar de trabajo para buscar trabajo, valga la redundancia.
Con mi ordenador Amstrad e impresora matricial que repiqueteaba sobre las hojas en blanco contaba todo lo que podía ofrecer a las bodegas para representar, promocionar y vender vino español por todo el mundo. Cada envío era un arduo y costoso trabajo porque cada carta era personalizada y requería de sobres y sellos acorde al destino. El ritual de ir a correos cada semana a echar tanto sobre resultaba casi una liturgia o una quiniela, según se mirara.
Tanto apostar a las quinielas ganadoras surtió efecto y una mañana estando en la oficina descolgué el auricular del teléfono fijo para marcar el número de contacto que tenía y salir de dudas, saber si era la seleccionada tras la entrevista en persona que había realizado una semana antes. El interlocutor, que sería mi jefe durante varios años, me dijo que el puesto era mío y que me esperaba en unos días para incorporarme ya, sin esperas. Nueva ciudad, nuevo trabajo, nueva gente, nueva casa. Esa llamada, de alguna manera, cambió mi vida para siempre.
feria en Japón, 1997 |